Siempre hay que recordarle al poema
que tiene que ayudarnos a escribirlo.
Su carácter ausente casi nunca
colabora con la necesidad
de decir que tenemos.
Él tiene la manía incorregible
de no expresar lo que pensamos,
de proponernos otras cosas
e incluso, con frecuencia, de callarse.
Por esto, debemos obligarlo
a escuchar cada palabra que decimos
-si es posible en voz alta-
hasta que consigamos que se siente
en la arena remota de algún folio
y con sus dedos de aire vaya haciendo
el dibujo preciso de la voz.
El poema no aguanta ahí sentado
y a los pocos renglones ya desobedece,
trazando con los pies
los garabatos que le van saliendo
a la vez que se acerca hasta la orilla
del folio y allí naufraga,
como un niño advertido del peligro
de no hacer caso a quien lo cuida.
(Francisco José Cruz)
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