Imposible llamarla.
Yo no dormía. Ella
creyó que yo dormía.
Y la deje hacer todo:
ir quitándome
poco a poco la luz
sobre los ojos.
Dominarse los pasos,
el respirar, cambiada
en querencia de sombra
que no estorbara nunca
con el bulto o el ruido.
Y marcharse despacio,
despacio, con el alma
para dejar detrás
de la puerta, al salir,
un ser que descansara.
Para no despertarme
a mí, que no dormía.
Y no pude llamarla,
sentir que me quería,
quererme, entonces, era
irse con los demás
hablar fuerte, reír,
pero lejos, segura
de que yo no la oiría.
Liberada ya, alegre,
cogiendo mariposas
de espuma, sombras verdes
de olivos, toda llena
del gozo de saberme
en los brazos aquellos
a quienes me entrego
-sin celos, para siempre,
de su ausencia- del sueño
mío, que no dormía.
Imposible llamarla.
Su gran obra de amor
era dejarme solo.
(Pedro Salinas)
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